Desde hace días que en Buenos Aires se ha descorrido el reloj de las estaciones, hace calor o llueve tenuemente, con mucha elegancia, como si el agua estuviera bautizando la ciudad, así, con gotas extrañas y desniveladas.
Después el calor, con un sol que empapa la ciudad, sin estridencias como la lluvia, como si la naturaleza no se decidiera.
Ambos, el sol o la tenue lluviecita, te hacen prestarle atención al clima, se escurre la nostalgia, te contamina la memoria de unos días que ni siquiera estas segura que viviste, olor a viento, a periódicos y café de alguna mañana, cuando eras pequeña y estabas rodeada de presencias que te hacían feliz, aunque una sólo recuerda eso, que era feliz, pero no puede precisar cuales eran las presencias, si reales o imaginarias, porque en la niñez, eso no importa mucho.
En total, que tanto la lluvia, de sol o de agua, son más persistentes que la memoria, y no alcanza a dejarte iniciar el viaje que ya lo están postergando, la melancolía se diluye dejando los surcos que crepitan, como sembrando con sus dedos, ese momento del pasado en el que todavía los miedos eran útiles.
Una vuelve de ese momento con la sospecha de que esa era una vida que no vivió, de tan evanescente y perfecta, y el recuerdo se cuelga ahora, como un brote de otro recuerdo, como un gajo que servirá para recordar el recuerdo de algo que quizás no existió, un recuerdo improvisado por la confusión agitada de la naturaleza.