Vivía en el balcón, el envés trabajado como signos egipcios, intrincados, escritura de las nervaduras, angiosperma; la prímula empinada, hermafrodita.
Primero fue el capricho: una sola, aunque he observado balcones con manojos densos.
Luego fue una colilla de cigarrillo, ignota, provista desde el cielo, que impidió las anfractuosidades blanquecinas de las plagas en la cavidad cerrada, en los ovarios de la flor, me dijeron.
Después fue la admiración de las palomas, con inmersión lenta, susurrante, tomaban las pequeñas formas de hojas caídas, ramitas; insectos que la flor húmeda y adherente atraía con lento sopor.
Atravesaba el metal de las rejas, como pidiendo favores, el cáliz erecto, rezumaba alteridad, una cosa viva, más del reino animal que vegetal, carnosa como un fruto.
Y de repente, una breve lluvia, deslizándose como una serpiente, le mudó el color, borroneando el tejido suave de los pétalos de la corola, moldeándola hasta dejarla como una gárgola.
Cuando la lluvia se detuvo, el repentino sol la cubrió y la dejó como si la hubiera tostado.
El resto de las flores, de otras especies, parecieron apagarse, yo creo que están de luto.