Me temo que voy mutando. Y no es por culpa de alguna lluvia ácida o de un paseo por tierras contaminadas, la culpa la tiene la prosodia.
Esa parte de las palabras, de las frases que aportan a la teoría de los rasgos fónicos que alteran las unidades de fonemas, la ínfima regulación de las sílabas y su contenido en la oración.
Estoy mutando hacia una criatura de sustancia literal, bajo un sistema de lenguaje en el que los contrastes significativos son unos u otros, y dependen del lector, tal como en la literatura moderna.
Es el lector el que me constituye en una u otra, según la significación con que analiza mi mutación, o según el modelo sistémico en el que traduce mi lenguaje.
De la relevancia de esta transformación dependen las intenciones que me asignan, mientras en un caso constituye un relato, en otros, una autobiografía.
Mi preocupación se basa en la certeza que tengo de que hay muchos otros con mutaciones como la mía, pero la mayoría, bastante más interesantes.
Los Ramiro Quintana,las Liliana Heer, los Lina Meruane, los Vila Matas, por ejemplo, al que nunca se le ocurriría hablar de mutaciones o lo que es parecido, de falsedades, porque alguien como él no habla de lo que por esencia somos.
De repente, en el proceso de mutación, entre los restos de la antigua mí, hay una certeza que nada me convertirá en algo “a la vez qué”; no se puede, por ahora, estar viva o muerta, no se puede ser yo y ser otra, alguien como Heer o Meruane, para escribir con su prosodia en vez de con la mía.
Estoy irremediablemente limitada por mis propias palabras.