Se atenúan las líneas lóbregas, las distancias se curvan, detrás de un buen vino, cambian los puntos de referencias.
El asado está en su punto, después del primer vaso de vino; la miel dorada del chorizo, crocante, untuoso, se deshace en chisporroteos, el segundo vaso se estaciona en la boca demorando el tránsito de la degustación.
Detrás del segundo, ya sentís que la flacidez del cuerpo se acopla a un serpenteo y le da a tu organismo una consistencia crujiente.
El olor se sumerge tras el bouquet del tercer vaso.
El vaso se vuelve robusto, exige más vino; el vaso se yergue, vigorizado, te invita a apreciar la mesa con la picada de jamón, en fetas delgadas sobre la tostada frita en ajo, dados de rojo tomate; el queso con la perfección opaca que exhibe el buen estacionamiento y toda la tarde que gruñe detrás de las nubes en la tormenta que golpea las chapas.
El humo hace rizos sobre la lluvia; la comida espera, respirando sobre la mesa.
Hay algo de espléndido e inmoral en un martes en que la lluvia se cuelga desde los cachetes de las canaletas del techo, y vos y yo, mirándonos a través del vaso del vino, anudados detrás de nuestras sonrisas, sin culpas, como si la vida desdibujada se hubiera quedado enredada en el gorjeo de la lluvia, sin tocarnos, mientras nuestros sentidos se van ajustando a la inminencia con que la nervadura del vino se mete entre tu piel y la mía y nuestras desnudeces.