Hace bastantes años, cuando creía en participar en concursos, gané un premio literario, género cuento, que implicó trasladarme hacia la ciudad de Lobos.
La convocatoria y premio, consistía en una entrevista en la radio, en un programa cultural que difundía, entre otras artes, literatura.
No recuerdo el nombre del presentador.
Para los que no saben cómo son las cabinas de radio, tengo que describirlas: todo está acolchado, el piso, las patas de las sillas, los pié de micrófonos, las sillas, una se siente ahí adentro como en esos recintos para locos, todo acolchado para poder golpearse a gusto sin consecuencias.
Me habían advertido prestar atención a la luz que indica AIRE, y mirar hacia la gran ventana, donde se podía ver a la gente del audio del otro lado, que me daría indicaciones de cuándo debía hablar, cosa extraña ya que una supone que es el locutor con quien tendrás el diálogo el que te habilitará esa acción.
La situación se puso extraña cuando advertí que el locutor era ciego. Lamento no haber registrado su nombre. Pero en ese momento, cuando lo miré, me parecieron extraños los anteojos enormes, oscuros.
En lo de enormes, compartíamos, pues los míos propios eran también enormes y como es mi manía, que para que mi cara se viera más que el vidrio, los marcos eran casi invisibles de insignificantes.
En aquella época, el peso de los vidrios era importante, de manera que una intentaba forzar al óptico a usar un marco lo más fino y liviano posible.
Mis anteojos, con vidrios prácticamente gran angular, eran demasiado pesados para los marcos.
En aquella ocasión, mientras el locutor hablaba de mi “obra”, la entrecomillo porque no tengo gran obra en cuentos y menos en aquel entonces, ya que me considero una escritora de novelas, comenzó su frase prácticamente para habilitarme a leer el texto con que había ganado el premio.
Ese fue precisamente el momento en que mis anteojos eligieron para colapsar. Uno de los espejuelos rodó por mi pecho, hacia mi falda y raudo hacia el piso.
Fue uno de esos momentos chaplinescos en los que yo me zambullí hacia el piso, tras el vidrio rebelde, mientras el locutor me habilitaba una y otra vez diciendo: ahora escucharemos a la autora.
El locutor, ciego, no comprendía por qué no había sonidos desde el otro micrófono, no se escuchaba ningún ruido, todo estaba insonorizado, de manera que no había podido guiarme por el ruido del vidrio en el piso sobre dónde había ido a parar.
Para cuando se escuchó algo así como la cuarta vez la convocatoria a leer, ya con evidente nerviosismo del locutor, habiendo encontrado el vidrio y sosteniéndolo con el dedo frente a mi cara, alcancé a leer, mal, agitada, tropezando con palabras y comiéndome líneas que seguramente hicieron ininteligible el texto.
Luego de aquella situación no pude remontar, me despidieron amablemente por aire, sacándome de la cabina lo más rápido que pudieron.
Mi madre, que estaba en la cabina de sonidos, mirando por la ventana, comentó que desde la ventana sólo se veía mi traste, que los empleados no entendían qué pasaba porque nadie advirtió lo de los anteojos que se habían desarmado, y que como ella estaba presente, nadie le avisaba al locutor que solo se veía el traste de la “loca” subiendo y bajando, sin que nadie entendiera qué había pasado.
Para cuando me sacaron de la cabina, nadie me dio espacio para explicarlo, sencillamente me despidieron sin más.