A los vendedores de los centros comerciales, los entrenan en la escuela del sentido poco común, que sin duda es una escuela, porque me resulta inaudito que la gran mayoría, con prolijidad y tesón, te sugieran una y otra vez cosas descabelladas, que no merecen ni contestación.
Daré un ejemplo de a lo que me refiero: Confieso que calzo 35, no fue una elección, es un número sumamente inconveniente, pie de niña en pierna de mujer; en fin, ese proceso de duelo ya lo pasé, pero el caso es que cada vez que quiero un modelo que veo en la vidriera, y entro a preguntar por ese modelo, número 35, indefectiblemente me contestan: a ese modelo lo tengo en 37.
Ante ese comentario, que me parece el más inapropiado posible, yo contesto: ¿Acaso tenés la máquina de agrandar pies? Porque yo calzo 35.
Para qué creerán los vendedores que me servirá la información de que ellos tienen el 37, en vez de ofrecerme un modelo parecido u otros de número 35, se quedan mirándome como bobos, sin saber si insultarme o asumir la tontera que me dijeron.
No vayan a creer que es el único hecho, tengo un compendio bastante abultado de cosas sin sentido que dicen o hacen los vendedores, que parecen todos salidos de la misma escuela del poco sentido común.
Me acordé, en ocasión de hablar de mi gato, o el difunto gato, para ser más exacta, cuando era un pequeño cachorro.
Decidí comprarle una casita que fuera sólo para él, y cumpliera todas las condiciones de casa de gato, confortable, calentita, que le ofreciera desafíos, pues, los que tienen gatos saben que son animales a los que les gustan entretenimientos diferentes a los perros. Una no les puede arrojar cualquier muñeco peludo para que carguen en la boca y nos lo traigan para que lo arrojemos nuevamente y así, no, el gato necesita algún desafío intelectual superior.
De manera que sin tener una idea prefijada, y sin saber qué me puede ofrecer un mercado como el de esta ciudad, en la que fabrican botas de goma para perros, supuse que el problema de la intelectualidad de los gatos, ya alguien la tendría solucionada, así que con ese espíritu salí, acompañada de mi hermana, a comprarle una casa al gato.
Por supuesto que tal presunción era falsa, no sólo no existía tal cosa como “estudio de la casa ideal para cubrir las necesidades de los gatos”, sino que las que había eran para perros.
Hasta que un lugar, luego de días de pasar por veterinarias, comercios y afines de casas para animales, arrastrando a mi hermana en el periplo, encuentro en una vidriera la casa para gato más espectacular del mundo. Para empezar, era cuadrada, y no a “dos aguas” como las que vienen para los perros, y para continuar tenía unas puertas vaivén fantásticas, aquí, allá, en el techo, de costado, era maravillosa; el gato tendría su casa llena de espacios por donde circular, salir y entrar por donde quisiera y las puertas todas a diferentes niveles y tamaños, me dije: esta es una fabulosa casa de gato, pensada para un gato, por fin, deduje, el arquitecto de esta casa sabe cómo debe ser una casa de gato.
Allá fuimos, mi hermana y yo acercándonos al mostrador, el vendedor del otro lado:
Vendedor: ¿Qué desean?
La vidriera estaba bastante lejos así que le señalo con el dedo:
Yo: ¿Cuánto cuesta la casa del gato?
Vendedor: ¿La amarilla con chimenea?
Yo: No, la que está al lado.
Vendedor: ¿La gris?
Yo: No, la que está en el medio, que tiene varias puertas.
Vendedor: Cuál, sólo veo dos…- decía estirándose y moviendo la cabeza para un lado y otro, sin moverse detrás del mostrador para acercarse a ver.
Yo: Esa, la que tiene muchas puertas, la amarilla.
Vendedor: Por eso, la amarilla con chimenea.
Yo: No, no, la de al lado.
Vendedor: No veo, cuál…
Ya impaciente, me acerco yo a la vidriera y le señalo la que quiero, tan de cerca que no se puede equivocar.
Yo: ¡Esta!
Vendedor: Esa no es una casa de gatos, es un muestrario de puertas.
Y me lo dice con toda la cara de, “tarada, cómo vas a pensar que esa es una casa de gatos”.
Qué desilusión.
Yo: Y cuanto cuesta el muestrario de puertas, me quiero llevar eso.
Vendedor: El muestrario no se vende, la que está al lado, es una casa de gatos, la amarilla con chimenea.
Miro la casa, sin nada que pudiera indicar que fuera una casa de gato, era una casita bastante pavota, con simulaciones de florcitas, ventanita con flores pintadas, una cosa así, espantosa de naif y lírica, en la que mi gato, un gatazo negro, ojos verdes, intelectual, no podría desarrollar para nada su personalidad, de manera que la desestimé inmediatamente.
El caso es que no me quedó más remedio que mirar las casas de perros, dándome por vencida, y veo unas bastante más grandes en el estante superior, a espaldas al vendedor, y le empiezo a preguntar precios.
Yo: A ver esa, qué precio tiene.
Le muestro señalándole con el dedo una casa más grande que la amarilla con chimenea, que decía arriba de la puerta: Dog.
Vendedor: Mire que esa es para perro -me aclara el tipo, como si nadie comprendiera lo que quiere decir Dog-
Y yo, que a esa altura estaba bastante irritada, le digo, encogiéndome los hombros:
Yo: Pero mi gato no sabe leer ni en español, mucho menos en inglés.
Esa me llevé a casa.
A la salida comentábamos con mi hermana, que si yo fuera comerciante, nunca se me hubiera ocurrido desmentir a un cliente diciéndole que un muestrario no era una casa, simplemente hubiera hecho una cuenta mental del costo de cada puerta y la hubiera vendido como una hermosa casa de gatos; pero como dije desde el comienzo, los vendedores van a la escuela del poco sentido común.
Cuando llegué a casa, instalé la casita del gato y se la mostré. Era un día feo, frío, que se puso lluvioso, y por más confort que le coloqué a la casita, almohadones, colcha, un rascador para gatos, el tipo no quiso saber nada, no hubo caso de que usara la casita, aunque lloviera.
De manera que llamé a mi hermana por teléfono para decirle:
Yo: Al final, el gato sí sabe leer, no quiere entrar en la casa.