Cuanto menos me abandono, más me aferran los triglicéridos. Mundo invertido. Flaco, refucilo, seco y taciturno como soy, nunca podía esperar la clase de extracto concentrado que, agazapado dentro mi cuerpo, me absorbe dentro de sí.
Los triglicéridos son altos, dijo con dedo admonitorio.
Me reí, no porque fuera gracioso, sino para exhibir que hasta para sonreír mis facciones procuran piel de la boca, mi nariz se zambulle dentro de ella, estira los ojos hacia abajo, las orejas se despliegan como velamen; mi sonrisa toma prestada cara para ocurrir.
Acaso los triglicéridos son ignorantes, acaso no conocen un poco de física, no puede haber espacio en este cuerpo enjuto, interregno, triangular en su equilibrio, agujereado, prácticamente invisible para un enemigo tan formidable.
Los triglicéridos te sumergen en la blandura, te tientan al abandono, a dejar esa vida libre en la que se cultiva la devoción de palabras, verbos, frases, tan compinches con el alcohol, el cigarrillo y las horas en las que retomás el bucle: leer, meditar, beber, verbos, tachaduras, desde la trinchera de la computadora, al café, eternamente caliente en una cafetera eléctrica que nunca está apagada.
Los triglicéridos te apagan la luz, se enfrenta con las inútiles guerras que en tu cara ha desactivado la curva de las cejas con los ojos, mientras vuelve a tomar espesor, cuando tu sonrisa se deshace por un efecto rebote.
El relleno de triglicéridos te garabatea por dentro, mientras ves en el espejo un espécimen que va evolucionando hacia exoesqueleto.