La negación máxima, la más inconsecuente con el ser, ente de carne diseñado para cazar, devorar, conquistar, se da cuando algo en la persona rechaza determinadas comidas.
No estamos diseñados para intelectualizar sobre la comida, tendríamos que comer cualquier cosa, nuestro estómago está preparado para extraer, de cualquier alimento, los nutrientes necesarios.
Es de ahí, que lo que arruina nuestro gusto y mente, son las experiencias infantiles. Esto hablábamos con un amigo, quien me contó que no puede comer pollos desde que veía al abuelo Cósimo quebrándoles el cuello de una torcedura que le ponía en la cara un gesto feroz, que administraba a propósito e imitaba cuando alguno se portaba mal.
Le bastaba poner esa cara para que los niños de la casa se quedaran en aterrorizado silencio y estuviéramos metiéndonos en rincones para que no nos detectara; estábamos convencidos que el abuelo era bien capaz de retorcer cualquier cuello, decía mi amigo.
Me quedé con el tema, porque tengo la impresión que puedo comer cualquier cosa, de hecho, hasta comí cocodrilo, me jacto de tener la valentía de deglutir, aunque no sepa de qué está compuesto el plato, como por ejemplo, la exquisita comida china a la que le asignan todo tipo de elaboraciones con especímenes poco convencionales, ratones, gatos, perro; no me importa, si está rico, no tengo problemas.
Eso sí, llego a ver un insecto vivo en un restaurante y es razón suficiente para irme o, si no puedo en ese momento, probablemente no vuelva.
Del mismo modo, compulsivamente, sin que pueda evitarlo,inspecciono la higiene de vasos y platos e incluso los hábitos del mozo, vigilo si limpia mi mesa con un trapo de esos que son un producto interesante según el Instituto Bromatológico como material atómico.
El asunto no tendría importancia si no fuera que me hace recordar una comida que hacía mi abuela cuando éramos niños, solía preparar un menjunje que dejaba en la heladera, a la vista podía verse una pata de pollo, la parte de la garra, enhiesta como una trofeo, sostenida por un brebaje extraño; si se te ocurría analizar el menjunje, podías ver el pico del ave y otros órganos que tenía color de verduras pero no las formas de las verduras, ya reducidas y sin identidad.
Hoy sé que era una gelatina, y que la comida es de lo más fina y cara, de origen Francés, cuyo nombre aristocrático es Aspic, pero a mí me ha dejado una extraña impresión.
Sólo de imaginar que esos dedos y garras se usan para escarbar gusanos en la tierra y que en la vida del pollo eso implicaba, además, rastrillar sus propios excrementos, y a la vez rememorar la garra del pollo como un faro en la heladera, es suficiente para que se me pase el hambre.
Para mí, tener un abuelo llamado Cósimo era señal de una vida literaria, porque es el nombre del personaje del Barón Rampante, de Ítalo Calvino; Cósimo, que revelándose contra la familia se subió a un árbol y se quedó allí por doce años.
Pero la imagen de Cósimo retorciendo el cuello de un ave, asociados ahora a las garras y picos navegando en gelatina, es como que me han arruinado la fantasía del glamour de la vida literaria.