En el pueblito donde transcurrió mi infancia, solíamos recibir de tanto en tanto la visita de alguno de los circos que trajinaban la provincia.
Los chicos del pueblo esperábamos con ansiedad este acontecimiento, ya que por aquellos años no existía televisión e incluso la radio era difícil de sintonizar durante el día.
La vida cambió mucho en pocos años, en muchas cosas para mejor y en otras para peor.
Sin embargo disfrutábamos de poder caminar tranquilos por la calle, jugar a la pelota, a la payanca, que era un juego con cinco piedritas, a la bolita, el balero, el arco y la flecha, y por las tardes la infaltable cita en la cancha de tenis más un helado si papá nos daba plata, y el paseo en bicicleta.
Era de buen chico prestarla a quien no la tenia. En aquellos tiempos las bicicletas eran inglesas y costosas, y de los chinos solo sabíamos que era algo que nos servia para contestar cuando no entendíamos algo que se nos preguntaba, "por favor no me hables en chino".
Así de mansa y tranquila era la vida por aquellos polvorientos pueblitos de la pampa. Muchos ni siquiera conocíamos el asfalto.
Pero saben una cosa, esto que les cuento, servia para poder vivir una vida con amigos, visitar la casa , la familia, compartir alegrías y tristezas. Cuando alguien perdía un familiar, el pueblo cerraba sus comercios en señal de duelo, y acompañaba a los deudos hasta el cementerio.
Los circos importantes como el "Sarrasani", o el de los hermanos "Ribero", solían presentarse en la Capital o en lugares importantes. Por nuestros pueblos se acercaban los mas pobres, por lo general sus dueños eran gitanos.
Se aposentaban en las afueras y mientras que limpiaban el terreno, armaban la carpa.
Otros pasaban por las calles del centro con una vieja camioneta atronando con potentes altavoces que alternaban música y publicidad anunciando el día del debut.
Por las tardes enganchaban a la camioneta un trailer tipo jaula en la que llevaban un león, o un pobre y viejo tigre que solo ocasionalmente nos premiaba con un bostezo o algún rugido que por lo general provocaba una estampida entre los chicos que nos agrupábamos en las veredas.
A veces solía acercarme al campamento. Al refugio de un árbol trataba de espiar sin ser visto, a pesar que mamá me había prohibido hacerlo, temiendo que pudiera pasarme algo malo, pero mi curiosidad podía más que las recomendaciones de mi madre.
Solía quedarme hasta que comenzaba a oscurecer observando al elefante que giraba en circulo sujeto a una cadena, mientras los hombres desmalezaban el campo y hacían limpieza, las mujeres daban alimento a los animales.
El cielo pampeano y el contorno campesino enmarcaban el campamento, yo aspiraba profundo los aromas cotidianos del campo mezclados al dulzor intenso que emanaba de las fieras.
Regresaba hacia mi casa cuando se encendían las primeras luces de las calles y los comercios ordenaban sus cosas para bajar la persiana.
Andre Laplume.
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