«Elisa», afirma. Levanto los ojos del libro y el impacto de la mirada plástica y azul, me deja en suspenso.
Se sienta, sonríe: «…te delata el dedo con que marcás la línea de lectura. Revela el gesto de quien espera interrupción en cualquier instante».
Nos envuelve un lenguaje de impulsos y sonrojos que matiza la luz que entra por la ventana, «por fin nos conocemos», dice.
La tersa mirada desvanece la prevención silenciosa de los extraños que se ven por primera vez.
La experiencia de la voz se va volviendo un susurro que nos acerca. El universo acotado que nos contiene es como la memoria del agua: se evapora.
Nos movemos juntos hacia la salida.
Alcanzo a darme vuelta en dirección al último filo del sol que se abate sobre la otra ventana, donde la tal Elisa mira con decepción el reloj.